Una biografía de siglos


No todo lo hecho aquí tiene, digamos, los estándares de calidad de una emisión como Québec a la carta. Hace varios años -incluso antes de venir a vivir aquí- me publicaron en la revista Acequias de mi antigua universidad la siguiente reseña que saco a colación para ahuyentar el mal sabor de boca que pudo haber dejado la entrada anterior. Va entonces el texto:

El violín rojo (Le violon rouge, 1998) del realizador canadiense François Girard cuenta la historia de una obra maestra que viaja —y transforma la vida de sus dueños— a través de los siglos para culminar en tiempos actuales, en una casa de subastas de Montreal. Escrito por el mismo Girard y por Don McKellar —actor y director reconocido en aquellas tierras septentrionales—, el argumento parte del taller de Nicolo Bussotti (Carlo Cecchi), un hacedor de violines de Cremona, Italia. El año es 1681. Bussotti, un hombre maduro y con vasta experiencia en el arte de la fabricación de los instrumentos musicales, se entrega a la labor de producir su obra maestra, un violín que supere a todos los demás y que, en el futuro, sea una herencia para su hijo. Mientras tanto, Anna (Irene Grazioli), su joven esposa embarazada, en una visita a la cocina, le pide a la sirvienta Cesca (Anita Laurenzi) que le revele a través de las cartas el futuro de su hijo. La vieja, en cambio, le lee las cartas a ella pretextando la imposibilidad de hacérselo a un nonato. Esta lectura será la columna vertebral de las cinco historias que Girard y McKellar relatarán. Enmarcados en las cinco cartas estarán contenidos los cinco episodios, no de la biografía de Anna, como indica la vieja, sino de la biografía del violín rojo en cinco ciudades y en cinco siglos diferentes.
“La luna” es la primera carta, la de la historia presente, la de Anna, embelesada con ese astro. Será el suyo un capítulo terminado en desgracia triple y en la fabricación del violín rojo. Por las manos de unos mercaderes ambulantes, el objeto protagonista es vendido a los monjes montañeses de un orfanato de Austria. Pasa un siglo y un niño enfermo del corazón, Kaspar Weiss (Cristoph Koncz), se adueñará del violín, impresionará al monasterio entero y, a su vez, al compositor francés Georges Poussin (Jean-Luc Bideau). La vieja Cesca da entonces vuelta a la segunda carta: “El ahorcado”. Con ella, augura enfermedad y peligro de muerte. El niño prodigio pronto es llevado a la residencia de los Poussin en la Viena del siglo XVIII, la de Mozart. Y como fiel doble de éste, les demostrará su genio a los flamantes protectores así como su apego desmedido por el instrumento. Aquella demostración se verá frustrada en un momento crucial, frente a cierto mecenas indolente de afiladas uñas. Los gitanos se encargan del siguiente viaje del violín, fuera de tierras continentales, hacia las islas británicas y hacia vientos decimonónicos.
Aparece la carta de “El diablo” y, a la par, Frederick Pope (Jason Flemyng), concupiscente virtuoso del violín que, para hacerse del instrumento, lo intercambia por hospitalidad hacia un grupo de gitanos. Un romanticismo exacerbado dirige en Oxford las vidas de Pope y su amante Victoria (Greta Scacchi), opuesta por su pasión desenfrenada a la homónima reina. Bajo la manipulación de un personaje de su novela, Victoria decide viajar a Rusia y le deja a Frederick sólo el mediocre consuelo de sus cartas. El artista pierde la inspiración pues, para él, virtuosismo y sexo van de la mano. Al regreso de Victoria, el violín servirá como delator y culpable de la traición de Pope con una gitana. El gesto magnífico del virtuoso no se hará esperar. Al verse libre de su amo, el sirviente chino se embarcará con el violín en una travesía mucho más prolongada que las anteriores. Su destino será el continente asiático. El objeto protagonista adornará las vitrinas de un anticuario y no saldrá de ellas hasta ser comprado por una concertista. Corren los años de nuevo y las imágenes llevan al espectador a la China revolucionaria del siglo XX, a una Shanghai donde cada día se recrean la efervescencia del cambio político, los desfiles de carteles con el rostro de Mao y los fanatismos que condenan cualquier objeto que remita a la cultura occidental. La dueña será entonces Xiang Pei (Sylvia Chang), oficial del partido socialista, hija de aquella concertista adinerada y la persona que enfrentará al instrumento musical con la carta de “La justicia”.
La obra de Bussotti, para salvarse del fuego, debe ser ocultada en la casa de Chou Yan (Liu Zi Feng), un profesor de música. Ahí permanecerá hasta su muerte. La última odisea del violín será en América del Norte, en Montreal, donde Charles Morritz (Samuel L. Jackson), un experto de Nueva York contratado por la casa Duval, y Evan Williams (McKellar), un restaurador, descubrirán su identidad y la perfección de su hechura. Hacia el final, la subasta —alternada con la lectura de cartas y expuesta desde diversos puntos de vista— encuentra su explicación ya que en ella convergen los cinco episodios de la biografía del violín y se da paso a la quinta carta de su futuro: “La muerte”. Por él lucharán en encarnizada puja, como lo advierte Cesca en el pasado, un director de orquesta, unos monjes austriacos, un representante de la fundación Pope y un hombre de ascendencia china. Al final, el objeto colmará las intenciones con las que fue fabricado. Será tocado por las manos de una niña del siglo XXI.
El violín rojo es una película con una estructura bien lograda y notable por su capacidad de síntesis ya que, dentro de ella, el instrumento musical que le da nombre constituye el hilo conductor. A lo largo del desarrollo en bloques, se recalca el necesario intercambio entre culturas, espacios y tiempos. Quizá como una metáfora de la convivencia de diversas naciones en el mundo a lo largo de la historia y el enriquecimiento producido a través de dichos trueques intelectuales, Girard —originario de la provincia de Québec— y McKellar —oriundo de Toronto— le otorgan al espectador una experiencia deleitable, aunada a la sorpresa final del insólito barniz del violín.
El violín rojo muestra al espectador la forma como, mediante la materialidad de una obra creativa, perduran hasta cierto punto emociones, odios, amores y delirios. Así, el niño prodigio, el soberbio virtuoso, la mujer nostálgica y, por último, el sesudo experto suceden a Bussotti, el creador, en la desmesurada atracción que despierta el instrumento. La cinta, con diez premios Génies del 99 a cuestas en su país de origen, coloca a otros creadores, a François Girard y a Don McKellar, en el nicho de los cineastas más importantes de Canadá, no muy lejos de los nombres de Atom Egoyan, David Cronenberg y Denys Arcand.

El violín rojo (Le violon rouge, 1998). Dirigida por François Girard. Escrita por Girard y Don McKellar. Protagonizada por Carlo Cecchi, Jean-Luc Bideau, Greta Scacchi, Sylvia Chang y Samuel L. Jackson.