Increíble homenaje a Gloria Trevi


Entre mis textos no publicados encuentro éste. Al final leo el lugar en el que lo escribí (Cálgary, así con acento escrito como hispanizando el nombre de aquella ciudad en la que viví dos años), el mes (junio) y el año (2000). Es decir, a punto de terminar la maestría.
La fama es un fenómeno muy bizarro. Y el increíble homenaje de esta ocasión lo prueba. Inimaginable para mí concebir en aquella época la idea de que la señorita Gloria de los Ángeles Treviño Ruiz volvería a convertirse en una estrella más del firmamento de la "artistiada" nacional. De segunda categoría; pero aun así la regiomontana brilla de nuevo. Lo de brillar, claro, es una exageración.
Algunos años después de escribir el siguiente texto (que no es ni relato ni cuento ni nada) la vi en el aeropuerto de Houston pasando la aduana gringa en uno de mis muchos viajes de regreso a Montreal. A la ex-convicta los gringos la dejaron pasar como si nada. A mí, en cambio, me detuvieron alrededor de una hora y media por andar diciéndoles la verdad años atrás en la frontera EU-Canadá. Hoy si no tuviera que volver a pasar por aduanas gringas ni me viera obligado próximamente a pisar ese país, sería muy feliz. En fin. La pura gloria, a continuación:

La pura gloria
Ay. ¿Cuántos años tenías, corazoncito de oropel, cuando agarraste por primera y última ocasión la gloriosa nalga? Creo que tendrías como quince, ¿no? Fue en uno de sus conciertos. Es que allá por el noventa te diste cuenta de su frondosa notoriedad. Ella. La Gloria. La purísima Gloria. Santa y adorada. La Gloria con los cinco botes de aerosol para endurecer mechones de pelo, con las hendiduras sobre las medias como coños hambrientos. Salió de la nada, del anonimato en el que estamos sumidos los y las sin-quince-minutos-de-fama, los y las sin-ser-porque-no-estamos-en-la-telera. Cómo gritaba la niña. Cómo le berreaba a su doctor psiquiatra ¿qué hago aquí? Y tú, ¿qué chingados hacías ahí en el concierto donde le tentaste el inmaculado culo? Saliste de ahí ora sí que en la gloria. De inmediato, la extrañaste. No, no, no sé qué hacer sin mi glorificada nalgota. Y lo único que supiste hacer, cariño, fue tapizar tu cuarto con sus blancuzcos cachetes y su satisfecha sonrisa de elotito. Ella, en sueños proféticos te decía con desparpajo y voz aguardentosa: ¡agárrate! Obedeciste a nuestra señora la gran estrella de canal de las ídem. Te agarraste duro. Hasta tres veces al día. ¿Cuántos minutos de más durabas en el baño cuando te llevabas la revista quincenal con el último reportaje sobre tu muy privado ángel de la guarda? Toc, toc, te decían. Lárguense, déjenme en paz, al rato salgo, ¡no chinguen! Y ellos reaccionaron: diosito, que no esté metido en drogas, que no ande con los cholillos de la esquina. Pero no. Era ella. La puta Gloria. Tu pura Gloria.
* * *
Ay. ¿Cuántos años tenías tú, meloncito de carne, cuando supiste que hoy te ibas de casa? Apenas unos dieciséis, ¿no? ¿Por qué? Porque mirabas la foto de casados de tus padres sin soportarlo. ¿No te cantaba ella que era como ver un cadáver sepultado bajo pus de fingimiento? A los dieciséis te fuiste de casa y lo hiciste corriendo descalza para que los pies te sangraran, para que el dolor te sacrificara y le gritaste al alba para que la canción rimara con un subjuntivo tras otro. ¡Cuánta poesía! Sí, trotaste hacia un profe reprobador. Tenías examen final con el sádico matemático. ¿O acaso te ofreció una leccionzota en educación sexual? Volviste a correr en un día como cualquier otro en que diste tu cuerpo por error de cálculo. ¿Te dolió? ¿Dejaste la prueba de tu amor en las sábanas tatuadas de unicornios rosas, las preferidas de su hija de siete años? Toc, toc, te regañaron. Lárguense, déjenme en paz, al rato salgo, ¡no chinguen! Ellos reaccionaron: diosito, que siga siendo virgen de las vírgenes, que su honra no ande por los lodazales, que no le haya dado las perlas de su buen nombre a los cerdos. Demasiado tarde. Te acostaste a media calle, como proclamaba tu dueña, para que te dejaran ir hacia él con los ojos bien cerrados. Ay, capullito de rosa. Otro día ya no quisiste gritar: a huir y a irse de casa. Tenías que comer y si por las ganas de coger estabas en la calle: ni modo, coger para comer. ¿Cuántos días esperaste por lo que llegaba cada me(n)s(truación)? ¿Cuántas semanas? Toc, toc, te gritaron, ¿no chinguen? ¿Cómo que no chinguen, cabrona? Pum, pas, y muchos ays. ¿Me vas a decir que no te dolió, moretoncito de amapola? Entonces tu cuerpo cambiaba con una revolución digestiva y te sentías tan sola. No te fuiste de casa-congal, ni gritaste. Al otro día en los diarios: por sobredosis murió damita de la noche. Ay, a mí sí me dolió verte caer de muñeca de aparador a nota roja vespertina. Ellos reaccionaron: diosito, ¿dónde nos equivocamos?, ¿qué pecado cometimos para merecer esto? Pero no. Era ella. La purísima Gloria. Tu putísima Trevi.
* * *
Ay. ¿Cuántas horas extraviaste cuando escuchabas su canto de sirena policiaca, melenita de fuego? ¿Cuántos días frente al espejo con el cabello erguido como ella? ¿Cuánto tiempo trapeaste el suelo con tus greñas? Horas y horas. Días y días. Es que a ti te caía rebien aquello de andar con el pelo suelto y con zapatos viejos. ¿No querías que te compraran su calendario? Hiciste pataletas. Tu madre, escandalizada: ¿no ves que es una cosa muy fea, no ves que es por-no-gra-fía, mi hijita? Pues preferiste andar a gatas y chillar. Hasta que te lo compró. Y, ay, qué lindo bikini, qué bonitas tetitas, así voy a ser cuando sea grande. ¿Así eres ahora, solterona de limón? Saliste a jugar con los hijos de los vecinos al té, a la familia y al doctor. Tu ludismo se fue en noviecitos de mano sudada y besos tronados en la boca. Cómo te gustaba aunque las madres los vieran raro. Uy, qué precoz, uy, qué niña. Al rato, salías con pérdida de complejos y te la pasabas brutal. Toc, toc, toc, te murmuró. Lárgate, déjame en paz, al rato salgo, no chin… no molestes. Y mami rezaba: diosito, que no ande con su melena desatada por la calle, que no la agarre algún maniático sexual. Ay, ¿cuántos años tenías cuando te hicieron el recuento de los daños? ¿Nueve? ¿O acababas de cumplir los diez? Ahí llegó por la calle un carro fúnebre. Él te ofreció dulces de luna y estrella. Te subiste. Al rato, muy lejos, escucharon el toc, toc, toc y desde afuera les escupió una mujer oiga, don Pepe, me debe la renta del mes pasado, ya págueme, toc, toc, toc. Lárguese vieja cochina, déjeme en paz, al rato le pago, no esté chingando. Él, bien que te chingaba adentro. Bien que te chingaba por dentro. Bien que te chingó. Pero no. Fue ella. La riquísima Gloria. Tu millonaria luminaria.
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Ay. ¿Cuántos años tenías, cerebrito de hojaldre, cuando decidiste emigrar al gélido norte? Me acuerdo que ibas a cumplir los veintitrés. Agarraste las maletas rebosantes de guarras ilusiones. Por fin se te desprendieron las cuerdas. Pero te amarraron otras y te olvidaste de ti. ¿Cómo te podías olvidar de ella, del cisne carnívoro, si nunca te envolvió en sus garras de olorosa subversión? ¿No te burlaste de aquella chaparrita cuerpo de uva para la que “La papa sin catsup” era la máxima expresión del feminismo mexicano? ¿No despreciaste los talleres donde coleccionaban sus “calentarios”? Ay, espantapájaros de cajetita mental, allá estabas cuando estalló la bomba, ¿no? ¡La gloria por el infierno! ¡Rapto! ¡Las chicas de la prepa! ¡Violación! ¡Clan! Cómo quisiste regresar, cómo tocaste y (re)tocaste todas aquellas canciones en bytes bajados de Internet. Tú, el intelectualoide, te dejaste endulzar el oído con la miel de tu curvilínea paisana. Se te enredó por el cuerpo la serpiente y te cantó desde el exilio para tu autoexilio. ¿Te fue a buscar para confesarte la obviedad de que mañana sí sale el sol? ¿Estuvieron los dos enamorados de la mano? No. La volvías diosa en la red y entrabas a sus encabezados gracias a los tres o cuatro buscadores de siempre. ¡Desaparecida! ¡Se buscan! ¡Prófuga de la justicia! No sabías que después la ibas a encontrar hasta en una RollingStone de marzo bajo el mote de mexican Madonna. Toc, toc, toc, room inspection, te hablaron. Lárguense, déjenme en paz, vuelvan al rato, no chinguen chingados canucks. Nomás lo pensaste, pero no dijiste nada. Te contagiaron el peor mal canadiense: la corrección política y los modales. Ella te contagió su mal. Y las otras, las de la limpieza, reaccionaron, oh my god, your room is so clean, I can’t believe it! Pero qué importó. Si no estaba ella. La pobrecita pura. La puta perseguida.
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Ay, divina Gloria, dulcecito de leche. Toc, toc, te toc-aron (ya no a la puerta de un camerino sino a la de una celda). ¿Cúantos años estabas a punto de cumplir cuando te cayeron encima ese trece de enero? ¿Le pediste al Señor –¿Andrade?— que te llevara consigo? ¿Tú nunca fuiste tú? Ay, nuestra puritita Gloria, mi Gloria putica, ¿qué haces ahí?