Termitas


Entre una de las sorpresas que me encontré a mi regreso a Torreón es que en mi biblioteca había -quién sabe desde hace cuánto- termitas. En la imagen un Van Gogh enano nos indica uno de los muchos agujeros que los bichos dejaron en la madera sobre la que reposaban los libros. Las termitas no saben discriminar. Se echaron varios de los libros de Rius, los Alfaguara de cuentos completos de Benedetti, Cabrera Infante y Onetti (mi deseo de leer este último fue el causante de que descubriera el destrozo). Sin embargo, dejaron intactos algunos de teoría literaria, Diablo Guardián de Xavier Velasco y un volumen sensacionalista que se autoproclama como la enciclopedia del asesino serial. Muchos, entonces, no susceptibles a ser releídos por mí. Al final el saldo no fue tan deprimente (alrededor de 25 libros) y con esto me doy cuenta de que mi fetichismo por ellos es cada vez menos enfermizo y delirante. Otro del cual las termitas comieron golosamente fue la novela El Paraíso en la otra esquina de Vargas Llosa. Una casualidad porque fue gracias a la lectura de su ensayo sobre Onetti que el domingo pasado tomé el libro de cuentos. De la novela de Vargas Llosa escribí en el diario La Opinión Milenio poco después de que se publicara. No soy muy dado a reseñas de libros; pero el texto a continuación es la versión entera:

La utopía literaria de Mario Vargas Llosa: El Paraíso en la otra esquina
Si para el escritor mexicano Carlos Fuentes, según se percibe con la lectura de su novela cumbre Terra Nostra, el Siglo de Oro —el del Quijote y Cervantes, el del Nuevo Mundo como renovación del Viejo— es el siglo de las utopías; para el peruano Mario Vargas Llosa éstas encontraron campo fértil para su germinación durante el siglo XIX —el siglo de Madame Bovary y Gustave Flaubert en Francia, el de la insurrección religiosa de los yagunzos de Canudos en Brasil y, más recientemente, gracias a la publicación de su novela El Paraíso en la otra esquina (2002), el de Flora Tristán y el de su nieto, el pintor Paul Gauguin, dupla de personajes en pos de realidades más satisfactorias aunque no menos inalcanzables.
Vargas Llosa presenta las vidas ficcionalizadas de Paul y de Flora —que, de hecho, nunca se conocieron— y lo hace siguiendo una estructura bien conocida por sus lectores, estructura antes utilizada en El hablador y La tía Julia y el escribidor: la de la alternancia. En los capítulos impares, el lector podrá encontrar la historia de los últimos días de Flora Tristán en viaje por toda Francia para hacerles evidentes a los obreros y a las mujeres sus derechos. Viaje donde, además, rememora los pasos que la llevaron a convertirse en la redentora del mundo, en la mujer-mesías dispuesta a transformar la existencia de los desamparados entre las turbulentas injusticias traídas por la revolución industrial. En los capítulos pares, algunas décadas después de la odisea de Flora, se narra la de Paul Gauguin, obsesionado con la idea de hallar un edén alejado de la chata burguesía que lo rodea en Francia, un espacio donde los colores y el erotismo exploten para alimentar su obra creativa.
El tema de la utopía, presente ya sea explícita o implícitamente en la obra de Vargas Llosa, sobresale de forma fulminante en éste y en otros de sus textos. Tómense como ejemplos La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta, en el caso de la novela, y La utopía arcaica, en el caso del asedio ensayístico a José María Arguedas, su compatriota. El autor peruano va así, a lo largo de su deslumbrante carrera literaria, de las utopías privadas (Rigoberto en Elogio de la madrastra y su continuación Los cuadernos de don Rigoberto, Pedro Camacho en La tía Julia…) a las colectivas (Saúl Zuratas “Mascarita” en El hablador, Antonio Consejero en La guerra…, Alejandro Mayta en Historia… o Santiago Zavala durante su juventud bajo la dictadura de Odría en Conversación en La Catedral). De esas mismas ilusiones, de esos mismos desvaríos surgen en el pasado dos personajes, tan emblemáticos para la literatura que sus nombres parecen encuadrarla y liberarla al mismo tiempo: Emma Bovary y Alonso Quijano. Nacen a la lectura en siglos tan diferentes y no parece casualidad, sino más bien efecto de la continuidad de una tradición literaria, el que estos dos personajes se hallen hermanados por el origen de sus locuras: los libros. El mismo Vargas Llosa afirma en La orgía perpetua, su ensayo sobre Flaubert, que “El manchego fue un inadaptado a la vida por culpa de su imaginación y de ciertas lecturas, y, al igual que la muchacha normada, su tragedia consistió en insertar sus sueños a la realidad” (140). Más tarde, reafirmará estas ideas en sus Cartas a un joven novelista: “[…] cuando alguien —por ejemplo don Quijote o madame Bovary— se empeña en confundir la ficción con la vida, y trata de que la vida sea como ella aparece en las ficciones, el resultado suele ser dramático. Quien actúa así suele pagarlo en decepciones terribles” (14). La misma academia, a veces tan perdida en sus nubes de abstracción, se ha dado cuenta de esta continuidad novelística entre Cervantes y Flaubert. Stephen Gilman en La novela según Cervantes le da la razón al escritor peruano al decir: “Tal como Cervantes lo descubrió, y como Flaubert lo redescubrió, la inmersión en la ficción es un peligro para la identidad. Tanto el Quijote como Madame Bovary son novelas acerca de adictos a la lectura: un hidalgo desesperadamente hastiado y una esposa desesperadamente insatisfecha, incapaces ambos de nadar hasta la orilla de sus existencias provincianas” (16). Aunque sin la intervención tan palpable de la lectura, Flora Tristán y Paul Gauguin intentan traducir a la realidad sus sueños y, como el manchego de principios del siglo XVII y la normanda del siglo XIX, fracasarán de manera estrepitosa aunque no menos trágica.
Es en principio la insatisfacción ante la realidad lo que conduce a Flora y a Paul a sus locuras. Si Tristán se enfrenta al rechazo por abandonar su casa y es condenada no sólo por el esposo, André Chazal —capaz de violar a Aline, la hija de ambos y futura madre de Paul, con tal de vengarse— sino también por los tribunales y por la madre, es por su condición de mujer. Eso la obliga a convertirse en salvadora. Flora estará entonces dispuesta a deshacer entuertos, como don Quijote. Si Gauguin se enfrenta a la satanización por haber sido un perfecto burgués con esposa e hijos que renunció a todo para dedicarse a la pintura, por ser un hombre harto de las tendencias artísticas de su época, por estar constantemente desilusionado de colegas y admiradores, es gracias a su condición de artista. Koke, como es llamado en Tahití, se lanza en sus múltiples travesías a tratar de sumergirse en un estado puro y primitivo del ser humano donde su desarrollo espiritual, artístico y emocional no se vea entorpecido por una moral decadente y ya establecida. En sus exploraciones eróticas, se parece más bien a Emma Bovary. También, en muchos sentidos, el sueño toca al autor, a Vargas Llosa y lo conduce a esa otra utopía, una que se debate entre la ficción y la realidad: la literaria. Ya Raymond L. Williams lo hizo notar en su Otra historia de un deicidio: “Según Vargas Llosa, escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad” (87). De esa lucha encarnizada con una realidad que presenta tantos límites —lucha a librar en primera instancia y durante su niñez con un padre autoritario— nace en el autor peruano la vocación literaria y quizás también de ahí nazca su fascinación por figuras como las de Flora Tristán y Paul Gauguin.
A pesar de ser narradas en alternancia, las utopías permanecen enlazadas durante la novela entera. La de Flora es privada que se convierte en colectiva para favorecer a los trabajadores y a las mujeres. Privada pues Flora vive un infierno en el matrimonio con Chazal y, tras abandonarlo, debe soportar su rencor sin bridas. Los viajes y las experiencias de la Andaluza, como la llama el narrador en segunda persona, desembocan una mañana en Auxerre, mañana con la que arranca el texto, mañana en que la mujer se dice: “Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita” (11). Paul insiste con una utopía en principio colectiva al lado de su amigo, el Holandés Loco. En ella, los dos pintores presidirían en Arles una comunidad idílica de artistas dedicados a trabajar e intercambiar ideas. Ese Holandés Loco, mejor conocido como Vincent Van Gogh, ahuyentará con sus exabruptos a Gauguin. Después vendrá la utopía privada en Tahití y, por último, en las Islas Marquesas. Otro punto de reunión entre estos dos personajes y el autor es Perú. Es precisamente en Arequipa donde la batalla de Flora deja de ser personal para tornarse rabiosamente colectiva ante las contradicciones de una sociedad contrastante y provinciana. No es en Arequipa pero sí en Lima donde Gauguin jugará a encontrar el Paraíso durante su niñez, fiel reflejo de su búsqueda en el futuro. No son gratuitas las alusiones a Arequipa o a Lima. Además de la rebeldía frente a la realidad, compartida con sus personajes, Vargas Llosa recrea la época en la que los dos vivieron en Perú. Paul en Lima, capital del país, ciudad donde nació el padre del autor, ciudad donde halló otro espacio de autoritarismo en el Colegio Leoncio Prado de La ciudad y los perros. Flora, por su parte, en Arequipa, ciudad natal del escritor peruano, lugar de asentamiento de su familia materna. La misma mujer-mesías se topará en su afán por reclamar la herencia de su padre con un abogado llamado Mariano Llosa Benavides. Y la pregunta es obligatoria: ¿acaso un ancestro de Vargas Llosa?
El título El Paraíso en la otra esquina es una referencia a un juego de niños. Sin embargo, también se constituye en metáfora de esa búsqueda del lugar inexistente, ese lugar al que quizás algún día se accederá para vivir la felicidad eterna: el Paraíso, la Arcadia, la Edad de Oro, el Nuevo Mundo. No importa cómo se le llame. A final de cuentas, es la Utopía. Y así, cada vez que Flora o Paul le pregunten con sus ojos vendados a otro niño si ahí, a donde han arribado, es el Paraíso les responderán no, aquí no, vaya y pregunte en la otra esquina. En el punto culminante de la novela, un Paul Gauguin desahuciado y casi ciego apenas observa borrosamente a un grupo de niñas de las Islas Marquesas mientras juegan al Paraíso y, como se les ha dicho a muchos seres humanos, la monja que custodia a las niñas le dice que ése es un lugar al que él, Koke, nunca entrará. Gauguin sólo encoge los hombros y camina hacia su muerte:
¿Por qué te enternecía descubrir que estas niñas marquesanas jugaban al juego del Paraíso, ellas también? Porque, viéndolas, la memoria te devolvió, con esa nitidez con la que tus ojos ya no verían nunca más el mundo, tu propia imagen, de pantalón corto, con babero y bucles, correteando también, como niño ‘de castigo’, en el centro de un círculo de primitas y primitos y niños de la vecindad del barrio de San Marcelo, de un lado a otro, preguntando en tu español limeño, ‘¿Es aquí el Paraíso?’, ‘No, en la otra esquina, señor, pregunte allá’, mientras, a tu espalda, niños y niñas cambiaban de sitio en la circunferencia. (467)
En cualquier caso, las utopías más cercanas al Paraíso son las literarias. Las mismas de Cervantes y Flaubert. Porque Vargas Llosa desconfía de los esfuerzos de Gauguin y de Flora. ¿Cómo es posible que el pintor recupere ese estado atávico del hombre en donde no existía la moral burguesa? ¿Cómo es posible que la mujer revolucionaria logre una sociedad equitativa para obreros, mujeres y niños? ¿Acaso Cervantes y Flaubert no desconfiaron de las ilusiones de don Quijote y madame Bovary, sus personajes? Porque, aunque perdure en el recuerdo del nieto y en los libros de historia como una defensora de las mujeres y de los obreros, el mundo inventado por Flora Tristán no aparece por ninguna parte. Tampoco el de Gauguin. Hasta en Tahití y las Islas Marquesas, hasta en los lugares más recónditos se aparecen los colonizadores y los misioneros para imponer sus excluyentes puntos de vista.
Ésta es la tercera novela en la que Vargas Llosa se aleja de los derroteros de su país. Ya lo había hecho anteriormente con La guerra… y con La fiesta del Chivo. Aquí, ese joven autor afrancesado que deseaba con fervor conocer París y que a final de cuentas lo logra, revive ese pasado no sin obviar lo que debió ser una investigación exhaustiva sobre los dos personajes históricos para ser capaz de moldearlos en personajes de ficción. Ésta es de esas novelas de prosa hechicera, como diría el propio Vargas Llosa, pues le impide al lector soltarla hasta su aparente agotamiento con el silencio de las letras. Ésta es de esas novelas a las que el peruano no es ajeno ni como lector ni como autor. Recuérdense los magníficos ejemplos de Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo y, apenas hace algunos años, La fiesta del Chivo. En suma, Mario Vargas Llosa parece decirles a sus lectores con El Paraíso en la otra esquina que estas búsquedas de la utopía son, como la de los niños jugando con la venda sobre los ojos, fútiles pero necesarias. Tan necesarias como la lucha utópica por la literatura que él emprendió hace años. Sólo por eso, sólo por darnos el placer de la lectura, Mario Vargas Llosa merece un agradecimiento.

—Vargas Llosa, Mario. El Paraíso en la otra esquina. México: Alfaguara, 2002. 485 pp.