Viva un accidente geográfico, cabrones


No por nada me considero misántropo. Y de entre los muchos sentimientos colectivos que me son imposibles de digerir está el nacionalismo. Simplemente no lo comprendo. Ni el propio ni el ajeno. No sé con qué se come ni muchos menos para qué me sirve. Y esto no es de ayer. Sino desde siempre. Desde que me ponían en la escuela primaria a cantar una letra decimonónica ininteligible para un niño, a asolearme los lunes rindiéndole tributo a un pedazo de tela, a pegar estampitas en un álbum con las caras compungidas de unos señores de extrema solemnidad y algo etéreos. Todo tan absurdo, tan sin sentido. Para qué. Si mi nacimiento no es otra cosa que producto de un azar, si haber nacido en México no es más que un accidente geográfico. Para qué. Claro, al preguntarme mi nacionalidad no titubeo. Soy mexicano. A quien lo dude le enseño el pasaporte. Y esto no es a mi pesar. Ni tampoco me causa placer. No soy de los reverendos payasos que con todo su sentimiento de inferioridad responden "soy ciudadano del mundo". No. Soy mexicano. El gentilicio está exento de vergüenza. No importa qué tan deteriorada se muestre hacia el exterior la situación de mi país. Sin embargo, tampoco hay orgullo. ¿Orgulloso de qué? Nadie escoge el gentilicio que le toca. Nadie construye desde cero la nación que ya está ahí: ensamblada, imaginada y hecha desde muchos años antes. Y por otros. Para bien o para mal. Si no implicó ningún esfuerzo propio, ¿dónde queda el orgullo? Nadie tiene por qué convertirse en embajador de algo o de alguien que no le convence. Si esto es así, si a mí no me costó ningún trabajo el gentilicio (como no me costó trabajo ni esfuerzo nacer) por qué tendría que sentir orgullo. Por este maldito razonamiento que no me abandona, no puedo compartir el afán del mexicano en el extranjero que hace hasta lo imposible por recrear lo no recreable en su nuevo ámbito: buscar tortillas de maíz recién hechecitas en no sé qué refundido barrio, decorar el departamento con artesanías ridículas traídas desde el terruño, repletar el reproductor multimedia con música de mariachis y trompetas estridentes. Si eso no les atraía cuando vivían en el país, a qué se debe esta incongruencia de retomarlo en el extranjero con fanática obsesión como si vivir fuera pudiese desdibujar su insegura y tambaleante mexicanidad. Todo en mi opinión tan banal, tan inútil. Para qué. Para rellenar, quizás, un vacío que en su debilidad no pueden combatir con nada más que con símbolos impuestos, condicionamientos producto de una mente colectiva ajena. Porque fue a alguien más (no a ellos) a quien se le ocurrió poner un símbolo de la dominación azteca al centro del "lábaro patrio", fueron otros los que urdieron la ficción del país con su maniqueísmo ramplón, sus héroes y sus villanos, con sus himnos, pedestales y pedas, traiciones y tradiciones, fechas y fechorías patrias. Para qué. Para que esta noche un napoleónico (por su estatura) líder quiera impresionarnos con vozarrón de "hombrezote" que no es (lo será a medias) dando el muy previsible grito rodeado de artificios armados (muy al estilo de Bush Jr.) para que se nos olvide que tuvo y todavía conserva rabiosos detractores desde el 2006. Qué valentía. En México somos muy dados a descalificar cualquier cuestionamiento como el que ahora hago con palabras -palabras que son burdas y poco pensadas etiquetas- que van desde las más hipócritamente diplomáticas ("cosmopolita", "sofisticado", "de mundo") pasando por las más típicas ("malinchista", "traidor", "vendepatrias") hasta culminar con las más pueriles ("amarguéitor", "abuelito", "aburrido", "raro", "antisocial") porque se supone, dentro y fuera de México, que el mexicano no desaprovecha la oportunidad por más nimia que ésta sea para festejar. Así se caiga el país a pedazos. Festejemos aunque nos vayamos al más refundido averno. También, según estas estúpidas generalizaciones que tratan vanamente de nulificar tanto la voluntad individual como el valor de cada ser humano para ir contracorriente, por llevar el gentilicio mexicano yo debería ser impuntual, tirar basura en la calle, alburear a quien se me ponga enfrente, repetir incesantemente lugares comunes o frases hechas repetidas hasta el hartazgo por generaciones anteriores. Ésas tan llenas de sabiduría que rezan: "como México no hay dos", "como La Laguna ninguna" (ésta todavía más descabellada), "que la Virgencita de Guadalupe te bendiga", "el muerto y el arrimado al tercer día apesta", "a la mejor cocinera se le queman los frijoles", "masaje con final feliz", "pórtate bien y si no... (ya sabemos el desenlace)", "Pedrito Infante, ídolo del pueblo", "María Bonita", etcétera, etcétera y un nunca finalizado etcétera. Para qué. Ora sí que para qué chingaos. Habrá quien me refute y me diga que el azar del nacimiento no lo es todo. Ahí está todo lo que nos nutre (la cultura, la literatura, la música, la pintura, los bailes, las costumbres, la lengua). Y ahí sí me verán recular. Tendrán razón. Es mucho más fácil para mí decir "mi lengua es mi patria". Y cómo no si es mi instrumento de trabajo, lo que me hace vivir tanto material como espiritualmente. Y sí, admitiré que no tengo la razón. Sólo los imbéciles creen tenerla, sólo ellos no albergan dudas. Claro, no les contestaré a los ídem lo anterior. El mexicano también es educado. ¿O no? Pero aun así no entiendo la razón de salir a gritar otra frase hecha como "¡Viva México, cabrones!" hoy por la noche. No sé con qué se come esto (adelante, alburéenme, pendejos, me vale madres), no sé para qué nos sirve. No nos hace mejores personas. No contribuye en nada con nuestro crecimiento. O al menos el mío que, no lo niego, es el que más me importa. Vivan los accidentes geográficos, cabrones. Yo, con su permisito, me desconecto como lo he hecho en años anteriores y como lo seguiré haciendo por el resto de mi vida.