Algo que durante años ha querido ser una novela


Y mirando hacia el futuro durante los últimos seis años he estado trabajando en una novela. De entre los personajes que nacieron con el libro Miel de maple sobrevivió uno, un tal Víctor Bórquez Trujillo que fue enviado a Canadá por su familia luego de que causara uno de esos accidentes automovilísticos que hace algún tiempo eran pan nuestro de cada fin de semana en La Laguna. El cuento termina cuando Víctor, apenas graduado de la prepa, es despedido por su madre en el aeropuerto de Torreón. Este fragmento de la novela comienza en el año 2025 cuando un Víctor ya maduro y muchos años después cuenta qué fue de su vida en Canadá. Como dije anteriormente, es un texto que todavía estoy trabajando:

Cuando mis padres me mandaron a Canadá la vida en Torreón no era muy diferente a como es en estos tiempos. A pesar de que han pasado muchos años. Siempre supe que Torreón, con el tiempo, sólo cambiaría en la piel no en sus vísceras. En aquel entonces, al igual que ahora, la vida del lagunero de clase media-alta consistía en organizar su carne asada el fin, ir a orearse a Galerías Laguna, a Cuatro Caminos o ya después al Intermall, presumir que se conoce aunque sea de vista a los dueños de Soriana o de Lala, estar afiliado al PAN incluso cuando no se participe activamente en política, apoyar por supuesto a los Guerreros del Santos, inscribir a los hijos en el Tec de Monterrey o en la Ibero o ya de perdida en la UVM o en la UAL, ponerles guaruras a esos mismos niños cuando se iban de rol a la Central o de antro a Don Quintín. Ésa era más o menos mi vida cuando tuve que irme.
Llegué a Vancouver con cuarenta mil dólares gringos en una cuenta de banco y como diez mil en cheques de viajero en julio del noventa ocho. Tenía apenas dieciocho años. Al principio lo sentí como un premio. Y eso a pesar de los muchos errores que había cometido en Torreón. Me pasé varias semanas familiarizándome con la ciudad. Ya en septiembre, como no queriendo, me inscribí en una escuela de idiomas para practicar el inglés y, sobre todo, para que mis papás no dijeran que no estaba haciendo nada allá, que desperdiciaba mi vida yéndome por ahí de vago. Sus sospechas no eran infundadas. El inglés necesario ya lo sabía y con lo que practicaba en la calle no me hacía falta ningún curso. Al principio y teniendo ese dinero en la cuenta del banco, no tenía escasez de nada. Vivía bien, tomaba mis clases de idiomas migrando de una escuela a otra, me reventaba con mis amigos de todas partes del mundo, cogía como loco y gastaba el resto de la lana de mis papás en revistas, discos, películas y gadgets de todo tipo. Así pasó como un año y medio. Cuando mis padres me dijeron que ya las autoridades se habían olvidado por completo del accidente y de la muerte de Tito, yo ya no quería regresar a Torreón. Después de vivir en una ciudad tan chingona y tan de primer mundo como Vancouver, ¿cómo me iba yo a regresar al rancho? Los primeros meses fueron muy amables en su insistencia. Pero al cabo mi papá empezó a amenazar con que ya no me pasaría más billetes. Por su lado, mi mamá me decía que no me preocupara, que ella se encargaría de enviarme el dinero necesario para mi manutención a como diera lugar, que si estaba contento en Canadá, que allá me quedara. Al fin y al cabo, por ahí había dos o tres de sus amigas que le seguían recordando lo ocurrido conmigo.
Siguió mandándome dinero mientras pudo, aunque no era tanto como antes. Se me acabaron los lujos. Tuve que cambiarme de departamento constantemente y, lo peor, compartirlo con otros mexicanos. Era la época en que Canadá se ponía de moda: el dólar canadiense estaba muy por debajo del gringo y resultaba más barato mandar a los hijitos de papá allá para que estudiaran inglés uno o dos semestres. Estaba bien en régimen austero; pero no niego que extrañaba lo bueno de antes, los privilegios que tenía en casa de mis papás: el coche a la puerta, las sirvientas, las televisiones en cada cuarto, las vacaciones en Cancún, todo eso. Pasaron varios meses y llegó un momento en que ya no lo soporté. Entonces decidí viajar. Yo sabía que no podría aguantar mucho más esa pésima situación económica y que pronto tendría que regresarme al rancho, vivir en casa de mis papás, meterme en la universidad y seguir con la vida de antes. Así que ésa era mi última oportunidad para conocer el Canadá desde el Pacífico hasta el Atlántico. Vendí todas mis chivas y me dirigí al este. Crucé por las montañas Rocosas, pasé por Calgary. De ahí a Regina. Luego vino Winnipeg. Después Toronto y Ottawa. Al llegar a Montreal en noviembre del dos mil, ya me quedaba muy poco dinero. Era imposible seguir viajando más al este como lo había previsto en mi plan original. Además, empezaba el invierno. No me quedó otra salida más que llamarles a mis papás para que me compraran un boleto de avión de regreso al maldito terruño. Estaba a punto de hacerlo cuando la conocí.
Montreal no era una ciudad a la que yo hubiera planeado ir. Si no sabía francés yo, ¿qué tanto me hubiera interesado? Ni siquiera pensé que me iba a quedar ahí tantos años. Podría repetir todos los lugares comunes sobre esa ciudad: la isla de las dos soledades, la cosmopolita, la multicultural, la híbrida entre norteamericana y europea, la Babel moderna. A mí no me importaba gran cosa nada de eso. A mí lo que me importaba era que el tiempo se me estaba terminando y muy pronto tendría que volver. Eso sí. Mi papá tenía opiniones muy fuertes sobre Montreal. ¡Montreal!, gritó cuando se enteró que me había quedado a vivir un rato en esa ciudad, ¡dicen que ahí hay mucho joto! Mi mamá, en cambio, estaba desilusionada. Ya se había hecho a la idea de que volviera y, sobre todo, que lo hiciera cambiado, más maduro y sobre todo normal, sin esos excesos de violencia o de desmadre que me daban de chico. Fue por Marie-Claude que me quedé. Ella era tan inasible como la ciudad. En uno de sus muchos cafés nos conocimos.
Un día de tormenta invernal, con el culo congelado y la nieve hasta las rodillas, me metí en un café y me senté en un rincón con mi taza de chocolate para calentarme un rato. A la media hora entró una muchacha alta, flaca, rubia y pálida envuelta en una gabardina negra ya blanqueada por la nieve con un gorro azul marino, unas botas moradas y unos guantes multicolores que no combinaban para nada con la gabardina. Pidió su café, se lo dieron y se sentó desgarbada en la mesa de al lado. Nomás me vio y de alguna manera que todavía desconozco, reconoció mi origen y me habló en mi idioma. Se llamaba Marie-Claude Bouchard. Era seis años mayor. Le encantaba el español y quería practicarlo con quien se le pusiera enfrente. Estudiaba una maestría en Ciencias Políticas en la Universidad Concordia. Era hija de un quebequense y una anglófona de Kitchener, Ontario.
Desde el principio supe que Marie-Claude estaba hecha de otra pasta, de algo que yo, como Montreal, nunca entendería. Nunca quería más, siempre menos. Decía que en esta vida no había venido a quitarle al mundo, sino a darle de regreso, que entre menos tomara del mundo y de la humanidad mejor. Según ella, nos estábamos acabando el planeta y lo mejor era reducir todas nuestras necesidades a las mínimas. De su boca escuché por primera vez el término calentamiento global. Por supuesto, estaba involucrada en movimientos sociales y adoraba al idiota del Che. Era una jipi trasnochada. Yo le decía que debió haber nacido en los años cuarenta para ser joven durante los sesenta. Tampoco podía estarse tranquila mucho tiempo. Tan pronto ahorramos dinero en el invierno —ella haciendo traducciones, yo de conserje ilegal— y vino la primavera, nos fuimos hacia el oriente, a seguir el viaje que yo había dejado interrumpido. Nos dirigimos hacia Quebec, la capital. Luego vinieron Fredericton en Nuevo Brunswick, Charlottetown en la Isla del Príncipe Eduardo, Halifax en Nueva Escocia y, por último, llegando al fin al último extremo del Canadá, San Juan de Terranova. Viví con ella como un gitano, como un vagabundo. Pero ese verano fui el hombre más feliz sobre la Tierra.