Algo que durante años ha querido ser una novela (III)


Ésta es la tercera parte. El texto uno y el dos ya los subí antes. De nuevo, forman parte de una novela que espero terminar antes de que expire este año. Para lograr mi objetivo -pues comecé a escribirla hace ya siete años- voy a suspender los textos cinematográficos, las rentas constantes de devedés en la Boîte Noire, las idas dos o tres veces por semana al cine. Esto, al menos, durante el mes de junio. Al final, a ver qué sale. Como le sucede a la mayoría, doy palos de ciego. No sé si esto sea bueno o malo. Solamente una persona -mi hermana Azucena- ha leído cuatro capítulos de la novela y me ha dado los ánimos para seguirle cuando el primer entusiasmo de hace siete años al iniciar el proyecto se ha esfumado ya casi por completo. Ni modo. Aquí va la continuación y, leyéndolo, se explica la bonita imagen que precede este fragmento de nada.

Le pusimos Natalia María y, desde su nacimiento, nos habíamos mudado a un departamento más grande: un cuatro y medio, como los llaman en Montreal. Es decir, uno con cocina, sala de estar, dos recámaras y un baño. Para entonces Marie-Claude había terminado su maestría. Tan pronto se recuperó del parto, empezó a dar clases en dos universidades como profesora de medio tiempo. Yo había obtenido mi residencia permanente; pero como no hice ningunos estudios fuera de los de la prepa, seguí en los trabajitos eventuales y mal pagados. Marie-Claude me insistía en que estudiara. A mí, después de la pésima experiencia en la preparatoria con los curas, no me atraía en lo más mínimo la idea. Seguir con los estudios no estaba dentro de mis planes. Además, qué podía importarme ser conserje o mecánico o albañil o mesero. Me daba lo mismo. Tenía a mi mujer, tenía a mi nena: las dos mujeres más importantes de mi vida al lado mío. Y éramos felices.
A mí, a diferencia de cualquier machista típico, no me importaba ser más estúpido que mi mujer ni ganar menos dinero que ella porque durante mucho tiempo, gracias a su forma de pensar, fui otro. Así se los dije a mi madre y a mi hermana cuando fueron a conocer a la niña y se regresaron todas decepcionadas. Ahora sí me habían amarrado allá. Y sí, el retoño —o sea, yo— era alguien irreconocible. Otra persona. Marie-Claude me había abierto un horizonte por completo diferente al que vislumbraba en Torreón. Solía llevarme a las reuniones con sus amigos jipis. Entre ellos escuchaba nociones inéditas para mí. Por mi mujer me enteré también de que había algo llamado comercio “equitable”, de la importancia de la composta para la conservación del medio ambiente y, más allá de lo inusitado, que no necesitábamos un vehículo automotor para trasladarnos de un sitio a otro pues teníamos piernas o incluso bicicletas. Ahí estaba el metro, tan cómodo y limpio. Que me hubieran dicho eso a mí a los diecisiete cuando andaba quemando las llantas de un Jaguar por las calles de Torreón. Marie-Claude me habló incluso del trabajo “benévolo” que ella practicaba de vez en cuando en una ONG, en un banco de alimentos o en un albergue para indigentes. Pero hay algunas cosas que por mucho que nos machaquen nunca nos podrán entrar en la cabeza, hay líneas de pensamiento que no serán nunca modificadas por habernos acompañado desde el primer día en esta Tierra y, aunque queramos cambiarlas a nombre del ser amado, tal cambio no se volverá jamás una realidad. Yo, después de todo, era un Bórquez Trujillo. Venía de una de las familias más encumbradas y distinguidas de La Laguna. Eso no se borraba ni con estropajo. Ni siquiera con nuestras buenas intenciones.
Qué raro que todo comenzara a desmoronarse con la política y en el año dos mil seis. Antes de conocer a Marie-Claude, la política me valía madres. Pero nomás empecé a vivir con ella, me contagió su entusiasmo por el asunto. A través de Internet y, cuando se presentaba la oportunidad de un día libre, leía los periódicos y escuchaba los noticieros de Radio Fórmula. Gracias al programa del gordo Ruiz Healy supe quiénes eran los actores de la vida política en México y de qué pie cojeaban. El interés se me despertó más cuando, a partir del dos mil cuatro, empezaron los analistas a barajar los nombres de los presidenciables en México. Después de la llegada a la presidencia del PAN en dos mil con Vicente Fox, podría ser cualquiera. Desde el principio y aunque no era su país, sino el mío, Marie-Claude apoyó a los malditos populistas. Era de esperarse. Si yo escuchaba a Ruiz Healy, ella hacía lo propio con el vendido de Ricardo Rocha. A mí me hubiera gustado regresar a México para la elección y así votar en contra, precisamente, de la izquierda. Por mi carga laboral, claro, eso fue un plan frustrado. Después quise hacer el rollo ése del voto en el extranjero; pero se me hizo tan complicado que ya ni le intenté. Y en todo ese tiempo nunca le dije a mi mujer lo que de veras opinaba del estúpido PRD y de su aún más estúpido candidato. Es absurdo que desde ahí todo empezara a carcomerse desde sus cimientos. Sin embargo, así pasó.
Más absurda fue la noche del dos de julio de dos mil seis. Increíble que tras el golpeteo de los partidos políticos, un porcentaje de los mexicanos haya salido a votar como lo hizo aquel día. Ridículo que dos de los candidatos a la presidencia se proclamaran ganadores aun después de que el IFE dijera que era imposible determinar en ese momento quién era el vencedor de la contienda. Ridículo, pero quizás no tan inesperado. Una campaña electoral que se había prolongado durante dos años al final de los cuales los políticos cambiaban de partido como de color de camisa pareció poca cosa en comparación. Durante esa tensa espera por el fallo definitivo lo que nadie podía negar era la polarización entre ricos y pobres, entre ingenuos y paranoicos, entre azules y amarillos, entre liberales y conservadores. Polarización al fin y al cabo. Aunque la queramos negar, siempre está y estará ahí.
El seis de julio, luego de realizarse el cómputo de actas, luego de que se anunciara el triunfo de Felipe Calderón, todos celebramos. La gente que contaba para mí en Torreón: mi familia y mis amigos. Qué alegría. Les habíamos ganado a los pejistas, a los nacos, a los revoltosos, a los rojillos, a los subversivos, a los “primero los güevones” que ahora no iban a poder vivir del presupuesto, a los patarrajados que habrían puesto en peligro la estabilidad de nuestra nación. Pero allá en Montreal quien de veras contaba era mi mujer. Y para ella ésa había sido una derrota, un golpe más a las incipientes democracias de Latinoamérica, un escupitajo directo al ideal de un mundo más justo. Para ella, como no se venía manejando en los medios, sobre todo en Televisa y en Azteca, era obvio que algo raro, quizás hasta un fraude, había ocurrido durante la elección, que las manos sucias de la derecha intolerante y del imperialismo gringo habían hecho hasta lo indecible para impedirle a López Obrador llegar a la silla presidencial. Yo, en silencio, me alegré con los míos. Y con ella decidí callar. Al menos, ésa era mi actitud en un principio.
¿Cómo lo llamaba yo entonces a espaldas de mi mujer y con mis amigos mexicanos de allá? El Nacócrata. Un advenedizo líder social que se había alzado de la más profunda cloaca de la política. Un engañabobos que, a pesar de quedar comprobada en videos la corrupción de sus achichincles, había seguido en la cima de las encuestas. El Pejelagarto. El Innombrable. Y sus huestes de resentidos no se quedaron calladas. Salieron a manifestarse. Al ver López cómo su proyecto se venía abajo, no se dejó amedrentar. Los convocó y durante esos días tuvieron al país pendiendo de un hilo. Como si fuera a estallar una revolución. Cuando los pejistas decidieron bloquear la calle más importante del Distrito Federal, manifestarse en ella, cantar su pendejo “voto por voto” y López terminó proclamándose presidente legítimo de México en el Zócalo, ya no pude ocultarle más a Marie-Claude lo que realmente pensaba de ese despreciable y prieto mesías tropical que ahora pretendía ocupar la silla. El cabrón ése nos iba a poner en ridículo ante la opinión pública internacional. Si ni inglés sabía hablar. No era nuestro mandatario. Iban a pensar que México era una república bananera más como Venezuela o Cuba. Marie-Claude me dijo que estaba ciego. Los mismos medios de comunicación enajenantes con los que había crecido ahora se dedicaban a lavarles el cerebro a mi familia y a mis amigos diciéndonos que la elección había sido limpia y que Calderón no sería defenestrado por el pueblo bueno. Que cómo no me daba cuenta que ésa había sido una estrategia de medios más perversa que la del ochenta y ocho con Carlos Salinas de Gortari donde también hubo fraude. ¡Salinas, seguramente también metido hasta las sucias patas en todo esto! Yo, defendiendo a Calderón y ella, al Peje. Fue, aunque no me lo creas, nuestra primera desavenencia. Y aunque ese día terminamos la discusión afirmando categóricamente que nuestras diferencias de opinión no nos iban a separar, a la larga la promesa se evaporó disolviéndose en el aire. Y, con ella, se desvanecieron mis ansias de cambiar, de nulificar por completo mi otra vida en Torreón. Aquél, lo ignoraba, había sido el primer paso para mi regreso.