Joyas que vi de chiquillo (II): Amadeus


Todavía vivíamos en mi ciudad natal, Monterrey, cuando se estrenó en los cines Amadeus (1984) de Milos Forman. A tan tiernita edad no sabía lo que era el esnobismo, así que dudo que haya sido por esa afección que no pocas veces he padecido en mi vida que me gustara la música clásica. Tampoco el gusto se debía al deseo de ser más popular entre mis compañeros de la escuela primaria. Al contrario. Durante dichos años que se extendieron hasta la secundaria, el hecho de que la música clásica fuera mi preferida sólo sirvió para aislarme más de ellos. No lo lamento. Al contrario. Aquí no vendrá ningún rosario de quejas sobre lo bien o lo mal que me trataban mis compañeros o sobre lo aislado que me sentía. Al menos, no lo creo. Lo que sí es cierto es que en aquel entonces me moría por ver Amadeus. Sin embargo, cuando me llevaron a verla a unas salas que estaban cerca del Tec de Monterrey sobre la Avenida Eugenio Garza Sada los taquilleros me prohibieron la entrada porque supuestamente no era una película apta para un niño de nueve años. Fue seguramente hasta la llegada del videodisco de la RCA (de ahí la imagen de este post), cuando ya vivíamos en Torreón, que pude ver esta joya.
Una gran parte del atractivo que representaba Amadeus para mí venía, claro, de la banda sonora. Y, en cierta medida, de los personajes. Quizás a esa edad más que con el exhibicionista, el extrovertido, el arrogante y el risón de “Wolfie” (durante años pensé que su esposa “Stanzie” lo llamaba “Goofie” como el personaje de Disney) me identificaba por su conservadurismo, enraizada religiosidad y carácter bastante pacato con don Antonio Salieri. Sin embargo, nadie entre los espectadores podría identificarse con el compositor italiano en su mediocridad. Si un genio poseer anhelaba yo —chiquillo baboso que desde entonces romantizaba el acto de la creación artística— era el de Wolfgang Amadeus Mozart. Obvio. Tan prodigio-niño quería ser como él. Tampoco en aquella época sabía bien a bien si lo que se desplegaba dentro de la pantalla de la tele (porque fue ahí donde logré verla gracias a la prohibición de los taquilleros) era verdad o ficción, una biopic o el invento desmesurado que tomó como base a un personaje histórico bien conocido. Ya con más años a cuestas me enteré de que, aunque la banda sonora de Amadeus contenía muchas de las composiciones del Mozart histórico, la trama era reflejo de una obra de teatro homónima autoría del británico Peter Shaffer. Gracias a este trabajo fílmico y a otras fuentes de las que el mismo abrevó, Salieri es visto por muchos hasta ahora como el villano musical que nunca fue. Poco entendía yo de la problemática del Antonio Salieri ficticio. Él es como ese hermano furibundo del bíblico hijo pródigo que se queja al ver el trato de príncipe que el padre le da luego de haber malgastado su herencia. En Salieri se encarna la envidia en la creación pues, haciendo méritos ante Diosito en las alturas, es otro, Mozart, considerado más bajo, más vulgar, más pecador, quien recibe todos los dones celestiales. Si no queda claro vale acordarse del capítulo de Los Simpson donde aparecía Frank Grimes, personaje que se sorprende ante los logros de un güevón, ventrudo y pedorro como Homero.
Cuenta tus bendiciones, suelen decir en inglés. Pero casi nadie sigue el proverbial consejo. Parecen dejarse caer en el regodeo de su tragedia particular por la cual, según ellos, el Altísimo (o Yahvé o Alá o Ganesha o la vida o la naturaleza) no les ha dado lo que se merecen. Si algunas de esas personitas moralistas que buscan en cada producto fílmico un “mensaje” —como para darle peso tan utilitario como espiritual al ocio artístico— quisieran hallarlo aquí, en Amadeus, desde ya se los dije. Con un grito en la oscuridad da inicio el largometraje del checo Milos Forman. ¡Mozart!, un anciano grita a mitad de la nevada noche. Quedé patidifuso siendo niño con este comienzo: ver a un viejo con un corte de garganta no es nada fácil aun tratándose de un chiquillo sediento de sangre ficticia. Las imágenes cobraban otra dimensión con la música de Mozart. Una escena de este calibre podía aún impresionar a un enano. Ahora tal vez ya no. De ahí pasamos a un sacerdote que entra al sanatorio-manicomio (uno de los lugares predilectos del director, recuérdese Atrapado sin salida de 1975) adonde fue llevado Antonio Salieri (F. Murray Abraham) la noche anterior luego de su fallido intento de suicidio. Así, un loco que se acusa de la muerte de Mozart le habla al sacerdote y, a consecuencia, a nosotros, a los espectadores. Un loco que podría o no ser fiable en su recuento. Estamos ante un artista olvidado, débil, fracasado, de amargas palabras y visto en contraste con otro, muerto sí; pero cuya música perdura. Un caso similar al que años después presentaría el francés François Ozon en Angel (2007). Salieri recuerda. Siendo un adolescente amante de la música y admirador del genio del pequeño Mozart, le ofrece al Señor su castidad, su trabajo y su humildad. El padre terrenal, sin embargo, detesta la música. Es un comerciante. No le importan esas banalidades. Y entonces, exclama Salieri, el viejo, ¡milagro!
El padre del italiano se ahoga comiendo. Seguramente una espina divina en el pescado, símbolo del cristianismo. Cómo me da miedo comer pescado desde entonces, acoto. Ésa debe ser la voluntad de Dios. El compositor mediocre saca a la luz su radicalismo religioso, radicalismo que como todos se volverá un peligro. Habrá ofrecido su castidad, trabajo y humildad; pero su gula, su apetito por todo lo dulce no será reprimido. Más tarde, será un personaje de renombre en la corte del emperador José II (Jeffrey Jones). Así, atraído por una hilera de sirvientes que llevan postres a un salón, conducido hacia la trampa por la gula, se da el primer encuentro con Wolfang Amadeus Mozart (Tom Hulce). El ídolo de su adolescencia, el niño prodigio ha crecido para convertirse en un joven de risa estridente, un hombre vulgar y escatológico. Ahí en el salón, arrastrándose por debajo de la mesa como animal, le besa el nacimiento de los senos a su novia Constanza (Elizabeth Berridge). Durante muchos años me pregunté si habría sido por estos arrumacos que no me dejaron entrar al cine. Quién sabe. De esta forma, el instrumento del Señor, su voz musical sobre el orbe es un joven orgulloso, juguetón, malcriado y de costumbres obscenas.
Nace la envidia. Amadeus nos desmiente a los mexicanos que acostumbramos alargar el discurso, para justificarla, y ladinamente agregamos que es “de la buena”. Mentira. Típica hipocresía nacional de un pueblo doble cara. Eso de “envidia de la buena” no existe. La historia de los ficticios Mozart y Salieri nos lo demuestra. Porque éste hará todo lo posible para obstaculizar al joven, clavarle el sable por la espalda, analizarlo de pies a cabeza para al cabo destruirlo. Una vez que Mozart se haya acostado con Katerina, una estudiante a la que Salieri deseaba, se dará una de las escenas no incluidas en la versión vista en las salas de cine que el devedé y la versión del director rescatan. Ahíto de anhelos de venganza Salieri le ofrecerá a “Stanzie” ayudar a Mozart para obtener un puesto ventajoso a cambio de comercio carnal. Esto, después de darse cuenta de que Mozart jamás hace correcciones, que sus originales están limpios, que todo el trabajo de corrección se lleva a cabo en su cerebro. Su música es de absoluta belleza, la voz de Dios en efecto. Luego de humillar a una Constanza topless, quemará el crucifijo al cual le rezaba y le declarará la guerra a Dios. Escena esta última horripilante, escena de la imagen de Cristo que se quema en el infierno del hogar pues en el lejano entonces no podía concebir en mi cerebro de niño de nueve años que alguien renegara de la fe católica de forma tan espeluznante, ni que escupiera en la cara de su salvador. Gracias a la inclusión de esta secuencia perdida es posible explicarse por qué al final de la cinta Constanza desconfía tanto de Salieri. Ya casados y con la llegada del padre de Mozart, Leopold (Roy Dotrice), la labor de espía de Salieri (con la que colabora una sirvienta interpretada por la entonces muy joven e igualmente desconocida Cynthia Nixon) le redituará con el macabro disfraz negro de la capa, el tricornio y la máscara de dos caras, la de la comedia y la tragedia. El disfraz que en vida usara su padre volverá loco a Mozart. El tenebroso tinglado consiste en que el fantasma le pague por hacer un réquiem y así Salieri, oculto detrás del atuendo, lo matará haciendo pasar como suya una obra maestra de Mozart y burlando a su vez la voluntad divina. Bastan los minutos donde le explica dicho plan al padre confesor para concederle a F. Murray Abraham todos los Óscares del mundo. Y hasta más.
Después de tanto Óscar (8, entre ellos a mejor película, director y actor principal) y nominaciones a mediados de los años ochenta hoy me pregunto dónde quedaron los actores que interpretaron a “Wolfie” y a “Stanzie”. Tal vez volvieron a las puestas en escena neoyorquinas. A F. Murray Abraham, después de hacer este protagónico tan contundente, sí, se le ha visto. Aunque sólo como actor “de carácter” (en pocas palabras, secundario). Obvio que Forman escogió actores y no estrellas. Otros se han vuelto más que famosos infames como Jeffrey Jones acusado hace una década de posesión de pornografía infantil. O Cynthia Nixon, participante en la serie y luego en los bodriazos consumistas de Sex and The City. Y ni qué decir de la carrera tan irregular de Forman en últimas fechas. Para una muestra desafío a quien quiera a echarle un ojo a esa mierda llamada Goya y la inquisición (2006) y aguantar más allá de la primera hora. El checo, sólo por ese acercamiento a la cultura hispana, se merece una buena tunda. Ahora que Natalie Portman acaba de ganar un Óscar estoy seguro de que le encantaría borrar de la memoria colectiva su interpretación doble en esta bazofia. En fin. No se le puede arrastrar al cineasta a la hoguera por pecadillos recientes. Y sólo porque su Amadeus sí es una verdadera joya que merece ser revisitada. Bien si presenta una mescolanza inverosímil de acentos (británicos por aquí, americanos por allá) Forman y su productor Saul Zaentz tuvieron el buen tino de echarle el ojo a la obra de Peter Shaffer para con la música del compositor magnificarla y conducirla con la excelente participación de F. Murray Abraham al Edén de las películas que una y otra vez serán recordadas. Y finalmente verifico qué clasificación le dieron los gringos a Amadeus: una simple PG, donde a los niños se les permite entrar en compañía de sus padres sin ningún problema. En fin, que sigo sin saber por qué demonios un pinche taquillero regiomontano no me permitió ver la joyita en cine, sobre la pantalla grande, como debería haber sido.

Amadeus (1984). Dirigida por Milos Forman. Producida por Saul Zaentz. Protagonizada por F. Murray Abraham, Tom Hulce y Elizabeth Berridge.

El avance de la versión del director, aunque de mala calidad: http://www.youtube.com/watch?v=Du-rD2QL1Pc