Algo que durante años ha querido ser una novela (y VI)

Hacía demasiados meses que no corregía mi novela. Sobre todo, por el trabajo. Este año escolar no me dio tregua. Pero una vez de vacaciones ha sido relativamente fácil volver a las correcciones de esto. Hubo un intermedio de ocho meses más o menos entre terminar el borrador del capítulo seis y su revisión final. Eso de final también es relativo. Aquí termina el mono-diálogo de Víctor Bórquez Trujillo. Las partes anteriores se hallan aquí: 1, 2, 3, 4 y 5. El último fragmento, el 7, me lo reservo porque es el final de la novela. Que este verano sea generoso para poder terminar de una buena vez con esto.

¿Dónde me quedé? A lo mejor me regreso un poco. Al dos mil diez. Ya en ese año, mientras el negocio familiar se iba sin darme cuenta a la más refundida chingada y a unos meses de que mi primo detentara las riendas del corporativo, los robos, los asaltos a mano armada y las balaceras se intensificaron en La Laguna. Los Bórquez Trujillo hicimos lo que cualquier familia de su posición en México haría: evadirse, enterrar la cabeza como las avestruces, fingir que no escuchábamos las malas noticias, abrir la boca de sorpresa en las reuniones sociales —una sorpresa ya actuada para entonces— y al llegar al refugio de la casa pensar que eso no nos pasaría a nosotros nunca. Nunca, nunca, nunca. Y a olvidarlo, a seguir caminando, a sobrevivir sin caer en la indignidad.
Entonces volví a pensar en Marie-Claude y en lo que diría de nosotros, de nuestro país, de nuestro México, de mi gente, de América Latina. Habría dicho que no aprendíamos. Nosotros, los latinoamericanos. En el norte de México había por todas partes matanzas, desaparecidos, decapitados, fosas comunes como si no hubiera pasado lo mismo en los setenta en el Cono Sur o en los noventa en Colombia. Eso habría opinado ella. ¡Bueno!, habría explotado conmigo Marie-Claude, desde lo de Tlatelolco son un país de pequeños avances pero de grandes retrocesos. Ella y sus rollos de sociología. Y al final me habría lanzado la pregunta de si no nos observábamos unos a otros y cómo no aprendíamos del vecino, de los pueblos que supuestamente eran nuestros hermanos. Qué hermanos, tamaños jijos del maíz, prietos y cabezones. No, ¿cómo?, me preguntaría, si siempre están mirando obsesivos, más al norte, a los gringos imperialistas. Y a mí me habría apuntado con el dedo y me habría terminado preguntando por qué no haces algo por tu gente, por qué no te movilizas, por qué no participas, por qué no te informas con los medios que no están vendidos al poder, por qué no eres un hombre con conciencia social.
Y en aquella horripilante época nos decíamos como consuelo ya tocamos fondo, no se puede poner peor esto, de aquí para arriba de seguro. Y muchos culpaban al presidente Calderón como si él fuera quien vendiera la droga y quien tomara las armas de alto calibre para atacar a la gente. Como si los gobernadores del PRI no se hubieran cruzado de brazos felices de la vida para que su partido ganara las próximas elecciones. Llegó el dos mil once. Y un día sin aviso se llevaron a Alberto Humphrey, el esposo de Juliana, mi cuñado. Nos lo regresaron, sí. Al mes. Sin embargo, a causa de su secuestro, se convirtió en el cliente más asiduo de Oceánica. Luego las tragedias nos fueron pegando una tras otra como en cadena, como si estuviéramos purgando el terrible pecado de ser un grupo de presumidos altaneros en un país de desposeídos, de una turba que se ha creído durante siglos despojada del oro y el moro. Mi abuelo murió. Eso ya te lo dije. Pero a su muerte siguió la de mi padre por problemas del corazón. A ésta, la enfermedad de mi madre. Cada día la pobre olvidaba algo nuevo. Aquella racha volvió prácticamente loca a Juliana que, por supuesto, se divorció de Alberto. Ella se preguntaba con constancia abrumadora qué mal habíamos hecho, qué pecado estábamos purgando. Nadie le supo responder. Ni siquiera los sacerdotes. Terminó en un psiquiátrico. Y a mí tanta lágrima y tanto chillido sólo lograron aislarme más en mi departamento del centro y de nueva cuenta sumido en el subempleo. Sólo que esta vez en mi propio país. En el tercer mundo. No en el primero. Tanta muerte física y mental, sin embargo, sí sirvió para hacerme de un dinero que permaneció intacto hasta que el vendaval, tanto familiar como nacional, pasó. Algún día tuvo que acabarse el horror, ¿no?
Con ese capital puse el negocio. Lo llamé Pizza Morisca por aquellos fines de semana con Malika. No me ha ido tan mal; pero más que nunca me he mezclado con ellos. A la hora de proveerse de los ingredientes. A la hora de contratar y supervisar a los cocineros, a los empleados y a los repartidores. Y ni se diga a la hora de enfrentarse con la burocracia. Por todas partes los encuentras: sucios, obesos, sudados, corruptos, mal vestidos, impuntuales, albureros e imprudentes.
Ahora entiendes por qué te pedí que vinieras a verme. Ahora te queda más claro por qué no te denuncié aquella noche. Sí, contigo he hecho una revisión de mi vida y todo se relaciona con el inicio de mi historia. Uno la cuenta en círculos y ahora hay que regresar al punto de partida. Siempre regreso ahí porque no dejo de pensar en cada una de mis decisiones equivocadas y en cómo éstas nacieron de ese malhadado principio. Tampoco puedo quitarme de la cabeza a la gente que contribuyó a mi desdicha y a la de los míos. Los conoces bien. A ellos. Están en todas partes. Ésos que nos robaron la palabrita y la convirtieron en una incorrección política. Los que son como Félix Silva y se sienten defensores de ideales arcaicos y pasados de moda. Ésos que se dicen desposeídos y hambrientos y a pesar de eso blanden una panza repleta de frijoles, gorditas, antojitos y refrescos. Los seguidores del Che, del Nacócrata o del ex futbolista presentador de la Pecsi. Ésos que, creyéndose impunes y con derecho a nuestra riqueza labrada a base del sudor de nuestra frente, se llevaron a mi cuñado. Finalmente toda esa gente que en un vehículo con engomado de Onappafa se cruzó en mi camino cuando quemaba llantas con mi Jaguar por las calles de Torreón, durante mi única etapa feliz, cuando apenas estaba a punto de cumplir los dieciocho años. Por jodidos como ésos me fui a Canadá, por su culpa se desvió el tren de mi existencia y nunca más pude encarrilarme en el trayecto que desde muchas generaciones estaba trazado para mí. A causa de ellos quedé suspendido entre dos mundos asquerosos en lo idéntico y contrarios en lo divergente. Por esa razón entiendo muy bien lo que le está pasando a Bobby Gil.
Llegamos por fin a quien te ha traído aquí esta noche. Tu amigo. ¿Te sorprende que lea los diarios, que haya escudriñado nombres y caras en la hemeroteca de los periódicos locales buscando saber hasta lo más mínimo del caso de Bobby? Porque en eso, en su caso, tu amigo y yo nos parecemos mucho. Como no tienes idea. ¿Te acuerdas del recorte de periódico que te enseñé hace rato? Para explicarlo bien a bien debería regresarme, saltarme décadas, antes de irme a Vancouver, al incidente que desde el comienzo de mi historia he tratado de evitar. Esa burla del destino me exilió a Canadá. Desde mucho antes mi familia me decía que era un niño problemático, un desmadroso, un buscapleitos no muy diferente a tu amigo. Trataban de disciplinarme a como diera lugar. Ya en la prepa, luego de traerme con la correa bien corta, mejoré mis calificaciones y mi papá me regaló un Jaguar. Hasta me había puesto escolta. Pero lo único que yo quería con esa preciosidad de bólido no era mirar hacia atrás a ver si venían o no conmigo los guaruras, sino meterle el acelerador hasta las anginas y llevarme a todos en el camino. Y lo hice.
Yo estaba aún más chavo que tu cuate. Y la noche de accidente venía pedísimo, con dos amigos, en mi Jaguar. A toda velocidad. Hasta a mis escoltas había dejado perdidos. Aparte, acostumbraba jugar con los onappafosos, como me gustaba llamarlos. Siempre que se me cruzaban les echaba el coche encima. Pero esta vez no me vieron o se hicieron los güeyes. En el carro chocolato venía una familia. En pocas palabras me estrellé contra ellos, contra los pinches nacos. No eran nadie. Pero conmigo venía Tito Alcázar. Y él también se murió. Era mi mejor amigo. Se dio en toda la madre y ellos se petatearon al instante. Por eso mi abuelo y mi madre me mandaron muy lejos, a Vancouver. Lo demás ya lo sabes.
Perdón. Ya estoy bostezando. Desde lo de mi cuñado, no duermo bien. Y ya van como diez años. Te lo juro. ¿No me ves las ojeras? Peor desde que tengo el changarro. Cada día estoy esperando a que se presente uno de ellos con una pistola y me exija el dinero de la caja. Eso es lo que esperan. Que te descuides para bajarte la lana. La misma ganada con esfuerzo y honradez. Siempre están lloriqueando. Chilletas de mierda. Que no tienen ni para comer, que no se les presentan las oportunidades, que no nacieron con privilegios, que no les dieron educación. Pero son unos putos güevones. Es más, si el Nacócrata hubiera ganado en el dos mil seis como quería Marie-Claude o después en el dos mil doce ahora serían muchísimo más desvergonzados.
Entiéndeme bien. Nunca habrá progreso en México mientras estén aquí, entre nosotros. Hay que acabar con toda esa gentuza. Debería darles vergüenza ser como son. Tu amigo y yo. Mi caso y el suyo. Esta repetición de hechos es extraordinaria. ¿Sabes por qué? Porque nos da pie para un movimiento. Por fin alguien podrá actuar. Alguien arrasará con ellos. Sólo se necesita encender la mecha. Y tú puedes hacerlo. Sólo tienes que convencer a tus amigos para que te sigan. Perdóname. Ya no sé ni lo que estoy diciendo. Se me traba la lengua. Ya es muy tarde, estoy muy pedo y me está dando mucho sueño. Otro día le seguimos…