A continuación presento un texto corto publicado recientemente en el número 63 la revista Acequias de la UIA Torreón. Dejo el enlace al número completo de la revista aquí. El artículo es una reflexión sobre mi experiencia en la escritura sobre cine. Resultó un texto muy difícil a la hora de escribir porque la auto-reflexión no se me da. Me cuesta mucho trabajo. No me gusta racionalizar ni la escritura narrativa ni la de reseñas cinematográficas. Es más, ni siquiera me gusta racionalizar el desarrollo de una clase de español. Sin embargo, el artículo no es únicamente una reflexión sobre estos 17 años de escritos sobre cine. También es una suerte de despedida anunciada. Va el texto con dos o tres erratas corregidas:
Empecé
a escribir sobre cine hace un poco más de 17 años gracias a la generosa invitación
de Jaime Muñoz para colaborar en el suplemento cultural de la revista Brecha. Para esa edad —21 años— y como
buen aficionado al cine había visto muchos de los filmes cuyo origen se encontraba
en ese epicentro de sueños romantizados llamado Hollywood. Al igual que la
mayoría de quienes integran mi generación vi en las salas de cine productos
fílmicos como La guerra de las galaxias,
Encuentros cercanos del tercer tipo, Los cazadores del arca perdida o todo el
Disney disponible: Dumbo, Bambi, Pinocho y los
etcéteras. Así que a la hora de enfrentarme a la escritura sobre cine tomé la
decisión de no ocuparme únicamente de lo distribuido en la Comarca Lagunera (en
la mayoría de los casos cintas de manufactura hollywoodense) sino además hablar
de lo que no estaba tan al alcance de la mano. El deseo consistía en
alimentarse de todas las latitudes posibles, abrevar de todas las aguas. Porque
muy pronto me di además cuenta de que el consumo de cine sufría y sigue
sufriendo de una competencia desleal apabullante, sobre todo en un lugar como
Torreón: por un lado, la gritona publicidad incita a los cinéfilos a consumir
cualquier producto salido de los Estados Unidos (en específico, el
multi-mencionado Hollywood) y por el otro, calla por completo cuando se trata
de cualquier cinta salida de otro lugar del orbe (Europa, Asia, África,
Oceanía, Latinoamérica e incluso nuestro propio país). Con los años he llegado
a resignarme y a aceptar que tal fenómeno se debe no únicamente al afán de
influir en la educación sentimental de países ajenos sino además a quienes
detentan dicha educación y abandonan su dinero en las taquillas a cambio de un
producto ensamblado única y exclusivamente para la evasión y no para la
confrontación de ideas.
Desde
aquel entonces asumí también la apreciación del arte cinematográfico como un
acto repleto de subjetividad. Por mucho que quisiera ocultar mi entusiasmo o mi
desprecio, éstos afloraban y se podían leer con bastante facilidad aunque fuera
entre líneas. De nada servía fingir que incluso las circunstancias del
“visionado” de la película alteraban mi percepción del filme a comentar. O que
no me provocaba enojo que mientras las películas más atractivas para mí eran
aquéllas que no duraban ni una semana en cartelera o que se iban directo al
mercado del video o DVD, los grandes bodrios permanecían trogloditas acaparando
todo el espacio de las salas de cine. Finalmente también adopté la idea de que
el refinamiento del paladar requería una educación también sentimental (y no
necesariamente dentro de las aulas) sino sobre todo de mente abierta. Esto, en
una primera etapa: la del aprendizaje. Y en dicha etapa sólo me quedaba la opción
del autodidactismo. Así, durante un año y medio, fui alimentando aquella
columna titulada como un western de
Leone “El bueno, el malo y el feo”. Lo hice con pocos aciertos y muchos
errores. Para la confección del texto, permitiéndome el lugar común, no había
nada escrito. Lo importante era, claro, ver cine; pero además aprender a redactar
reseñas a través de la lectura de las mismas. Sin embargo, frente a los
críticos de cine de la localidad, hallé que había quienes se concentraban en
dar datos duros eludiendo tímidamente la opinión. Otros sólo se dedicaban a
redactar sinopsis de cintas sin ni siquiera otorgar la más mínima crítica.
Pocos se concentraban en, además de lo anterior (datos, sinopsis), transmitir
al lector esa subjetividad. Al fin y al cabo, de eso se trata tradicionalmente
la reseña, de dar su opinión sobre el filme. Textos demoledores no había por
ninguna parte en La Laguna. De ésos sólo encontré en el DF o en otros países.
Con
excepción de algunos ensayos académicos escritos durante la maestría, suspendí
la reseña de cine hasta el 2000. Conforme han transcurrido los años se dieron
colaboraciones en diferentes espacios impresos, culminando con la creación de
un blog. La intención en esa bitácora cibernética sigue siendo la misma del
inicio, aunque poco me ocupo del cine de gran presupuesto salido de Hollywood,
ése por lo regular programado en salas durante el verano. Más que nada porque
ya no me interesa, como en los comienzos, escribir críticas demoledoras con
mucho aire de berrinche. Eso se volvió demasiado fácil. No lo llamaría madurez
pero con el tiempo sólo me interesó hablar de aquellas películas que de verdad
me entusiasmaran y, allá muy de vez en cuando, aquéllas que de verdad colmaran
los sentidos involucrados. El ejemplo más reciente que tengo es La gran belleza de Paolo Sorrentino.
Esto también se debe al reconocimiento cada vez más palpable de que el tiempo
se me agota y nunca habrá suficiente para leerlo todo y verlo todo. Ante esta ineludible
verdad la discriminación no parece tan negativa como la corrección política nos
la ha hecho creer. No hay necesidad de perder este precioso tiempo con una
fórmula ya vista hasta el hartazgo, con un remake
más, con un diálogo risible, con un manojo de efectos especiales engañabobos,
con una actuación indigna incluso en teatro amateur,
con otro robo más en la taquilla del cine a lo Adam Sandler. No. Ya no hay
tiempo que perder.
Ante
un panorama árido en la cartelera cinematográfica de la Comarca Lagunera —sobre
todo, para alguien obstinado en ver las películas en una sala de cine— esta
marcada cinefilia fue uno de los muchos factores para emigrar. Pero luego de
casi una década de vivir en el extranjero y de 17 años de perder el tiempo
escribiendo sobre el séptimo arte, el panorama ha cambiado demasiado. No hay
necesidad de buscar las reseñas cinematográficas en otras latitudes porque la
aldea global se encogió hasta lo impensable en el mundo digital. Ahí, en
Internet, se encuentran con facilidad y a montones. Tal factor la ha abaratado
también. Nadie va a pagar por lo que se puede hallar sin costo alguno en el
ciberespacio. La distribución de las películas también dejará de ser la misma
con el formato digital. Llegará el día en que ya nadie tendrá que esperar para
ver un filme en una pantalla grande, mediana o incluso la enana de los aparatos
portátiles. Para entonces tal vez se vuelva absurdo seguir llamando a la obra cinematográfica
“película”, “cinta” o “filme”. Por eso, para mí como escribidor de comentarios
sobre cine, tal vez haya llegado la hora de un nuevo cambio.
Montreal,
marzo de 2014