Jazmín azul

El blues de la socialité
Ya que la fortuna resulta mucho más cómoda en el otro las historias de decadencia de personas percibidas como ricas resultan atractivas para una mayoría que, aunque lo sea también, no se considera parte de los privilegiados. Ahí está el ejemplo reciente de Nosotros los Nobles (2013) en México. Sin embargo, para analizar a profundidad las complicaciones de una mente cuya jaula de oro se convierte en río de mierda se necesita un poco más que una serie de chascarrillos francamente bobos que recurren a uno de los fantasmas todavía irresueltos del imaginario nacional: la diferencia de clases. Y, teniendo enraizadas en la educación sentimental películas como Nosotros los pobres o una telenovela de título Los ricos también lloran, cómo no hacerlo. Además se requiere de algo que en general nuestro cine nacional (o nuestra mentalidad) carece: sutileza. Las comparaciones son odiosas, sí; pero al mismo tiempo nos muestran los límites dentro de los cuales el cine mexicano sigue congelado. Así, luego del éxito taquillero de Nosotros los Nobles, aparece del otro lado de la frontera una comedia agridulce de Woody Allen con un tema similar: el del declive económico de los ricos. Pero se trata de los verdaderos ricos y no los percibidos como tales: los del departamento con vistas en Manhattan, la mansión veraniega en Martha’s Vineyard y las amistades influyentes en Washington. Por algo Buñuel se quejaba, al rodar El ángel exterminador, de que en México no había aristocracia.
Jazmín azul (Blue Jasmine, 2013) nos cuenta la doble historia de Ginette French: la del pasado y la del presente. Esta mujer (genialmente interpretada por Cate Blanchett) es de las que desde mucho antes de que inicie la cinta se ha reinventado hasta el delirio. Cambia, por ejemplo, su nombre a Jasmine por considerarlo más sofisticado. Y ésta es apenas una primera mutación. En la escena de apertura la vemos en un avión hablando con una mujer mayor. Al final del monólogo, llegando al aeropuerto de San Francisco, nos damos cuenta de que la mujer mayor aguantó todo el vuelo la perorata de Jasmine. Desde aquí nos percatamos de que la protagonista habita un universo de fantasía. Jasmine, antes parte del jet-set neoyorquino, ha caído en desgracia y ahora viaja a San Francisco para quedarse a vivir con su hermana Ginger (Sally Hawkins). Los marcados contrastes entre una y otra los explica Ginger con la genética. Y cómo no. Si —se nos explica más adelante— las dos fueron adoptadas y son hijas de diferentes padres biológicos. Desde el principio de su estancia, la vida clase-mediera (incluso vulgar) de Ginger empieza a ser blanco de las críticas de la refinada Jasmine: su ex esposo contratista (Andrew Dice Clay), su novio mecánico (Bobby Cannavale), sus dos hijos regordetes. Hay que aspirar a una vida mejor. Hay que volar muy alto para alcanzar la existencia que uno merece. Jasmine lo tuvo todo. Ahora ya no. Y se verá obligada a trabajar de recepcionista en el consultorio de un odontólogo (Michael Stuhlbarg) y a tragar tranquilizantes combinados con Martinis uno tras otro para soportar el entorno en el que se encuentra. A través de retrospectivas se despliega lo “gloriosa” que fue la vida de Jasmine. Ahí ella lleva una existencia digna de película, de ésas de aspiración televisiva o cinematográfica: departamento de lujo frente a Central Park, casa de veraneo en los Hamptons, un esposo financiero y multimillonario (Alec Baldwin) e incluso un hijastro (Alden Ehrenreich) estudiando en Harvard. Ahí, en las altas esferas del privilegio, las apariencias son vitales. Y la habilidad de ignorar lo desagradable aún más. Por eso Jasmine se hace de la vista gorda con respecto a los chanchullos de su esposo. Al mismo tiempo, sus amigas socialités prefieren no contarle nada sobre las poco discretas infidelidades del susodicho estafador.
De esta forma Jasmine accede a los rangos de una larga tradición de personajes que se inventan una vida alterna a través de la imaginación (Alfonso Quijano, Emma Bovary y la en-las-muchas-críticas-aludida Blanche DuBois de Un tranvía llamado Deseo). Algunos personajes, admirables. Otros, por completo destructivos. La heroína de Allen se ubica en terrenos de extremas tonalidades. Va de la comedia a la tragedia en escasos segundos. Y la mirada del director se percibe en ocasiones muy crítica. Aunque en momentos claves, compasiva. Eso sin descuidar el humor. En esta serie de absurdos no faltan los momentos agridulces. Por ejemplo, la escena del acoso del dentista. O la secuencia final en el parque donde se cierra el círculo de las peroratas de Jasmine. En algo esta mujer recuerda a la Cecilia de La rosa púrpura de El Cairo. Encarnado en ella, el mito de “vivir mejor” se torna espejismo luego convertido en desfiladero de locura. No es de extrañarse que Cate Blanchett alcance estos niveles de actuación bajo la batuta de un cineasta de la altura de Woody Allen. Ya los agoreros del Óscar hacen sus predicciones y afirman que seguramente será nominada al de mejor actriz principal. No exageran. Blanchett deslumbra con éste, uno de los roles por los que sin duda la recordaremos al final de su carrera. Sally Hawkins —actriz de origen británico— aunque incómoda con el acento gringo al principio de la cinta, no se le queda atrás. Al contrario. Sale avante y de forma contundente en ésta, su segunda incursión en el cine de Allen —la primera fue en Los inquebrantables (Cassandra’s Dream). Por la alegría y la sinceridad de Ginger, recuerda mucho a Poppy en La dulce vida (Happy-Go-Lucky) de Mike Leigh. Aunque en Ginger la influencia de Jasmine y su falacia de “vivir mejor” o “aspirar a lo más alto” no son inocuos y la hacen desviar el camino hacia una felicidad más simple y menos preocupada por la apariencia. Una felicidad, en suma, más adecuada para Ginger.
Jazmín azul es otro gran acierto en una carrera fílmica de incesantes créditos, otro gran acierto al nivel de los más cercanos en orden cronológico como Match Point y Medianoche en París. Tratándose de películas como ésta, larga vida para Woody Allen.

Jazmín azul (Blue Jasmine, 2013). Dirigida por Woody Allen. Producida por Letty Aronson, Stephen Tenenbaum y Edward Walson. Protagonizada por Cate Blanchett y Sally Hawkins.